Cada uno de nosotros tenemos una puerta que no abrimos, que mantenemos cerrada sin que nadie sepa que existe. Detrás de ella están nuestros temores, nuestros miedos, nuestras debilidades, etc., pero también aquellos que amamos más profundamente o que nos alegran de verdad el alma.
Y es esa puerta y lo que hay tras ellas lo que nos hace ser quiénes somos, lo que nadie conoce de verdad y lo que nos guardamos para siempre o que sólo abrimos cuando aparece la persona adecuada con una llave que no le hemos dado, pero que ha sabido encontrar.
Ábrela cuando llegue el momento y con quien tú quieras hacerlo.
Recuerdo las noches en las que paseaba con calma bajo la luz amarillenta de las farolas. Jamás tuve miedo de los espacios en sombra entre cada una de ellas, pero sí de los lugares oscuros que, en ocasiones pasaba de largo.
Recuerdo una de esas noches en las que tenía miedo de verdad, cuando sientes en tu cerebro los latidos de tu corazón y la garganta tensa, el vello de punta y la sensación de que alguien te persigue; que, si te das la vuelta, te encontrarás con aquello que más te aterra.
Y fue en esa noche que tenía miedo y en la que iba a pasar de largo la entrada de una especie de pasadizo interior, con escaleras que subían de una calle a otra, cuando mi cuerpo se introduje en él, haciendo bombear hasta la desesperación cada latido.
Apuré, corrí, el tiempo se hacía demasiado largo y el miedo creo fantasmas que me perseguían cuando no había nada allí más que mi terror y yo mismo.
Cuando salí a la calle y la luz de las malditas farolas iluminaba la acera en la que estaba parado, sudando y temblando, me di cuenta de que él único miedo que tenía era a mis propios miedos y que nadie más que yo mismo podía vencerlos.
Desde aquello noche camino con calma bajo la luz amarillenta de las farolas o a oscuras, sin miedo.
El tiempo que pasa nunca se recupera y lo mejor es no lamentarse por ello ni pensar en lo que no se ha hecho, vivido o disfrutado porque, seguramente, no era momento de que ocurriera.
Cuando uno vive todo demasiado rápido, es más que probable que descubra que lo ha hecho sin interiorizarlo, sin experimentarlo, sin empaparse de ello, sino que, lo más seguro, es que haya coleccionado lugares, momentos y experiencias sin tener consciencia de qué significa.
Cuando uno se encuentra a sí mismo y empieza a conocer aquello que le rodea, aquello que le gusta y desea, se da cuenta de algo importante: una vida entera no le llegará. Por eso, cada nueva experiencia vivida y lugar conocido se toma con calma, se vive de otro modo y, sobre todo, se recuerda para siempre, se sabe el porqué se ha quedado grabado en nosotros y, cuando lo compartimos en una conversación con conocidos, amigos o familia, entendemos lo que ha significado.
No tengas miedo de no conocer o no vivir. Vacía tu mente de verdad y será cuando vivas realmente.
Nuestra vida, la de cada una de nosotros, no es sencilla y, en muchos aspectos, nos agota y es por ello que necesitamos momentos de normalidad para poder descansar, no solamente nuestro cuerpo sino también ordenar nuestras ideas y pensar en aquello que necesitamos y nos hace sentir mejor.
La normalidad no significa ser aburrido o no disfrutar de todo aquello que podamos descubrir, conocer, saber, probar, encontrar, etc., sino saber qué queremos de verdad, qué es aquello que realmente necesitamos y podemos tener en nuestra vida y disfrutar de ello cada vez que podamos.
La normalidad es valorar realmente la sencillez de aquello que tenemos.
Una teja es un elemento importante de una vivienda, que evita que el agua de lluvia entre dentro de esta y, colocada en un grado de inclinación concreta, desvía la lluvia para que esta caiga sobre un canalón o directamente a la calle.
La teja, por sí misma es importante, pero si la construcción está mal hecha y no soporta el peso del tejado por su debilidad, es más que posible que la propia vivienda se derrumbe, con lo cual, aquello que protege deja de hacerlo.
Una persona en parte es como una teja y, en parte, como una vivienda. Es como una teja porque necesitamos protegernos, física y emocionalmente, pero también somos en parte una vivienda porque construimos, en nuestro camino, una vida, una vivienda, que vamos llenado con todas nuestras experiencias en las distintas habitaciones en que la dividimos.
Cada uno de nosotros escoge con qué llenamos cada estancia, según qué significa para nosotros y de qué podemos desprendernos sin sentir nada más que soltamos lastre.
Tu vida, tu casa, es aquello que construyes con tus decisiones y elecciones y la proteges y guardas con esas mismas decisiones y elecciones.
Todos pasamos por un momento en nuestra vida en la que sentimos un vacío, como si todo el mar que nos rodea se hubiera secado y todo se hubiera convertido en un desierto.
Podemos verlo desde dos puntos de vista: uno puede ser el de una pérdida irreparable, en el que nuestro mundo desaparece o bien interpretarlo como el fin de una etapa en nuestro camino, que debemos dejar atrás, aprender de todo aquello que nos ha llevado hasta ese momento y, tras comprenderlo, tomar ese puñado de desierto para que no se nos olvide lo sucedido y seguir adelante.
Lo importante de la sequía no es lamentarse de que llegue sino conocer las razones que la han propiciado y eso nos ayudará a avanzar, curar y encontrar nuestro oasis.
Lo que ocurra en tu vida, desde el punto de vista personal, y que dependa únicamente de tus decisiones, es algo que sólo te concierne a ti, pero que tiene consecuencias en todo aquello que haces y con quienes te relacionas, ya sea para para bien o para mal.
Por eso, antes de dar un paso, tomar una decisión, hablar, tenemos que tener el convencimiento de que asumimos cada una de las consecuencias y repercusiones de aquello hagamos. Esa es la única manera de avanzar, siendo conscientes de que en nuestro camino no seguirán junto a nosotros todas las personas que conozcamos a lo largo de él.
Nuestro camino avanza, desde el punto de vista temporal, sin que nos demos cuenta de cómo pasan los días. Únicamente vivimos sin ser conscientes de ello hasta que un día, uno cualquiera, despertamos de ese sueño y vemos la realidad de quienes somos.
Es en ese punto que el que el tiempo se presenta ante nosotros para conversar y comunicarnos que hay una cuenta atrás para todos y cada uno de nosotros, aunque de manera individual y con tiempos distintos.
El problema no es la cuenta atrás ni cómo la vivamos a partir de ese momento. Lo importante es lo que para nosotros represente esa consciencia.
Podemos encarar esa verdad como algo triste, como algo que nos agobie o nos hunda, como aluna nueva etapa que nos haga crecer y así mostrarnos cómo lograr nuevos objetivos personales y vitales.
En cualquier caso, todo cambio es positivo, siempre y cuando seamos conscientes de lo que represente y cómo lo enfoquemos.
¿Por qué el ser humano, en cualquier momento de su vida, necesita detenerse frente a algo que le haga sentir calma, paz y quedarse en ese lugar durante un espacio de tiempo, el que sea? ¿Por qué ese momento de contemplación?
Contemplar no es exactamente mirar hacia algo que nos produzca una calma interior, no. Lo que nos hace sentir esa sensación interna es el conjunto de varios aspectos que emiten una especie de energía que provoca en nuestro cuerpo la necesitad de absorberla.
No es una puesta de sol, es ésta junto con el sonido del aire o su quietud; la temperatura; el rumor de agua del río o de las olas llegando a la arena; la comodidad de como este nuestro cuerpo, de pie o sentado… o cualquier otra motivación externa que asociemos a una tranquilidad interior.
Es decir, aquello que vemos, el entorno, el momento del día, la temperatura, sonidos, etc.
Todo ello, unido, provoca una relajación y una predisposición a detenernos, observar aquello que nos rodea y, al mismo tiempo, en muchas ocasiones, también nuestro interior o, en otras, únicamente desconectar y no pensar en nada más que en el momento y la contemplación. Es decir: estar, sentir, abstraerse y olvidarse de la noción de tiempo hasta que sintamos que queremos volver al momento anterior a este. Nada más.
Cuando tengas esa necesidad no la ignores. Vívela, aunque sea durante un breve instante. Tu cuerpo es posible que lo necesite y tú también.
Cada noche despejada, el brillo de cada una de las estrellas inunda el firmamento, siendo conscientes de que ese mismo brillo, quizás, sea el de una que ya no exista y puede que, si nuestro planeta desaparece, siga llegando su luz.
Hay personas que son así en nuestra vida: brillan con luz propia y son parte de nuestra vida hasta que nuestro camino vital finaliza. Nos acompañan, aunque ya yo estén a nuestro lado. Son ese tipo de vidas que son importantes para nosotros, que nos marcan y que, de algún modo, nos descubren partes de nosotros mismo, nos ayudan a crecer, influyen en quiénes somos, en lo que podemos llegar a ser y nos acompañan, ya sea en persona o en ausencia, pero están.
Yo he tenido varias a lo largo de mi vida y tengo nuevas ahora mismo, construyendo con ellas mi propio universo personal, con sus galaxias y constelaciones.
Por eso, cada vez que veo el cielo estrellado sonrío y doy gracias por el brillo de cada una de las estrellas y de mis estrellas.